lunes, 4 de enero de 2016

La aventura de Don Álvaro de Rioalto y la ciudad de las murallas de colores

Tras varios meses sin traer nada nuevo, empiezo el año con un relato del último reto de Fantasitura. En esta ocasión el reto era un poco especial, pues la temática del mismo obligaba a que el tema central de los relatos fuera una ciudad, siendo más importante la descripción de la misma que la historia. No obstante, yo intenté hacer un relato que incluyera ambas cosas, por simple que pudiera llegar a ser la historia contada.
Este relato, que tan solo presenta un par de correcciones respecto al presentado en el reto, quedó en un 4º puesto de 13 relatos participantes.
Espero que os guste y ¡Feliz Año Nuevo!



La imponente pared de roca se elevaba hacia lo alto frente al joven caballero. Un muro construido por el hombre durante varios años utilizando todo tipo de piedras, lo que daba a la muralla un aspecto colorido. Los torreones y arcos de entrada se extendían cientos de metros, rodeando la ciudad; y en lo alto, entre las almenas, los guardias paseaban.

Don Álvaro de Rioalto, a lomos de su corcel, atravesó uno de aquellos arcos, admirando la belleza de la ciudad que se extendía a su alrededor. La avenida en la que se encontraba se alargaba, ancha y llena de transeúntes, hasta el centro de la ciudad, hacia la amplia plaza mayor. Calles más estrechas y sinuosas salían a sus lados, atravesando el conjunto de edificios en su laberíntico recorrido.

El ruido de la vida abarrotaba todos los rincones. Los gritos de los niños jugando, sus madres llamándolos a voces. El traqueteo de las ruedas de los carros sobre la arena y los adoquines, y el relinchar de los caballos. Las voces de los mercaderes vendiendo sus mercancías y las de los compradores regateando por ellas.

A lo lejos divisó las torres que formaban la parte alta de la ciudad, donde los nobles y ricos mercaderes vivían en sus pequeños palacetes. Torres de distintas alturas, unas más anchas, otras más estrechas, todas con banderas de mil colores ondeando en lo alto. Emblemas de todo tipo representaban a las distintas familias nobles y a los gremios de la ciudad.

Sin embargo, todas aquellas construcciones quedaban empequeñecidas al lado de otras dos, que se alzaban a ambos lados de la plaza mayor. Hacía allí se dirigió Don Álvaro, sin dejar de observar todo a su alrededor, con una mezcla de curiosidad pero también de poderío, como si de alguna forma todo aquello le perteneciera.

A la izquierda de la plaza se encontraba el palacio real, desde donde se gobernaba la ciudad. Sin ser un edificio alto, resultaba imponente y majestuoso por su aspecto y decoración. Se trataba de una inmensa obra de gruesos muros, construido en una piedra blanca que brillaba reflejando la luz del sol. Repleta de ventanales y cristaleras de colores, su fachada principal era coronada por un frontón al estilo griego, adornado con esculturas de valientes caballeros luchando contra un dragón. La estatua de este último ocupaba la mitad del espacio y estaba tan bien tallada que parecía viva.

Al otro extremo de la plaza se encontraba el templo mayor. Una catedral que se elevaba tratando de alcanzar las nubes. Los pilares y contrafuertes le daban el aspecto de una enorme araña de piedra. El campanario contaba con más de una decena de campanas que repicaban suavemente al ritmo de una alegre melodía.

En el centro, una gran fuente lanzaba chorros de agua fría hacia lo alto, formando miles de arcoíris en las gotas que caían como una cortina de diminutos cristales.

—¡Don Álvaro, Don Álvaro! —Escuchó una voz que lo llamaba—. ¡Qué alegría veros por aquí!

Una joven corría hacia él desde la puerta del palacio. Vestía un elegante vestido azul y entre sus cabellos rizados brillaba una tiara de cristal.

—Cuanto tiempo sin veros, princesa Verónica —respondió él, mientras descabalgaba ágilmente de su montura, cuando la chica se detuvo a su lado, recuperándose de su alocada carrera por la plaza.

—Venid, os enseñaré la ciudad —dijo ella. Y, sin darle tiempo a responder, lo agarró de la mano y lo arrastró por las calles, sin dejar de señalar a diestro y siniestro—. Este edificio de aquí es el palacio, donde vivo con mi padre. Por dentro es precioso, lleno de tapices y alfombras. Aunque por fuera ese dragón me asusta, parece demasiado real.

››Esta es la catedral. El campanario es la torre más alta de la ciudad, y sus campanas suenan durante horas. Nunca repiten la misma canción.

››Vayamos por estas calles. Aquí vive mucha gente. ¿Veis esas torres, llenas de banderas? Pertenecen a las casas de los nobles, todos obedecen a mi padre. He estado en muchas de ellas, pero la que más me gusta es aquella de allí —señaló a una mansión con un jardín lleno de árboles y flores—. Es la de Doña Marta, una viuda que organiza meriendas y juegos todas las semanas para los niños de la ciudad.

››Vamos, vamos —continuó, llevando a Don Álvaro de un sitio para otro y sin dejarle apenas ver lo que le enseñaba, de tan rápido que iba—. En esta zona viven los plebeyos. Las casas no son tan bonitas y las calles están más sucias. Pero está llena de vida, y todos los sábados hay un gran mercado.

››Mirad, este de aquí es mi edificio favorito —Se trataba de una construcción semicircular, formada por tres niveles de arcos, unos sobre otros—. Es un teatro. Mi padre me trae a veces a ver obras y recitales.

La joven princesa Verónica siguió correteando por toda la ciudad, sin soltar en ningún momento la mano de Don Álvaro, que la seguía como buenamente podía, esquivando a ciudadanos y tratando de no tropezar con los adoquines del suelo.

Por fin se detuvo frente a una de las puertas de la muralla. Había una caseta de guardias al lado, y los soldados los observaban desde el interior.

—Salgamos ahora a cabalgar, Don Álvaro. Os enseñaré los bosques que rodean la ciudad. Y subiremos a la colina. Las vistas son preciosas desde allí. Algunos de estos guardias nos acompañarán —dijo, señalando a varios de los hombres que se habían acercado a ellos.

—Como queráis, princesa —accedió el joven, sabiendo que no había forma de negarse al entusiasmo de la chica—. Pero dejé mi caballo en la plaza. Debo ir a por él.

—No os preocupéis por eso —repuso ella—. Él ya ha venido hasta aquí y os está esperando.

Don Álvaro miró hacia donde la princesa Verónica señalaba y comprobó asombrado que el grupo de guardias aguardaba junto a dos caballos, uno de los cuales no era otro que el suyo.

—De acuerdo pues, vayamos.

Montaron en los caballos y al poco rato cabalgaban veloces por la ladera de la colina, entre árboles y arbustos, esquivando ramas. Pronto la cabalgada se transformó en una alocada y peligrosa carrera en el bosque por ver quien llegaba antes a lo alto. Los dos jinetes espoleaban a sus monturas con energía, mientras estas trataban de evitar los obstáculos. Los guardias los seguían por detrás, pero se iban quedando cada vez más lejos, incapaces de mantener la velocidad de los jóvenes.

Justo cuando llegaron a la cima de la colina y los árboles dieron paso a una llanura abierta, un movimiento demasiado brusco del caballo tiró a Don Álvaro a tierra. Cayó sobre la mullida hierba, sufriendo tan solo un rasguño leve. Riendo, se puso en pie mientras se sacudía la suciedad de la ropa, a la vez que la princesa detenía su caballo y se paraba junto a él.

—Ha sido una gran carrera —dijo ella, también riendo—. Y ha ganado la mejor. ¿Estáis bien?

—Sí princesa, gracias por preocuparos.

Se volvieron hacia la ciudad, que había quedado en la distancia. Desde su posición en lo alto de la colina, con la amplia vista que se le ofrecía, Don Álvaro pudo contemplar maravillado la belleza de la urbe. Desde allí se veía la muralla entera, con sus piedras coloreadas, rodeando en un abrazo protector los edificios y las torres.

De pronto, algo pareció ocurrir allí abajo. Un estruendo resonó y sus ecos llegaron hasta el pequeño grupo de la colina. También se oyeron gritos quedos. Un fulgor llameante empezó a brillar en el centro de la ciudad.

—Mirad, Don Álvaro —exclamó Verónica—. Algo está sucediendo en la ciudad. Debemos volver.

Sin dar tiempo a nadie a responder, la joven montó en el caballo, que aún estaba recuperándose de la carrera anterior, y le hizo volver al galope de vuelta a la ciudad. Don Álvaro y los guardias no tardaron mucho en seguirla y en pocos minutos volvían a estar todos ante las puertas de la muralla.

Se oían gritos por todas partes y una humareda se elevaba desde la plaza. Hasta allí se dirigieron, corriendo ahora con sus propias piernas, Don Álvaro y la princesa Verónica. A su paso se cruzaban con ciudadanos que huían en dirección contraria.

Al llegar al centro de la ciudad encontraron una escena completamente distinta a lo que habían dejado apenas una hora atrás.

La fachada del palacio había quedado destrozada y la mitad de la plaza estaba llena de escombros. La fuente seguía funcionando, pero sus caños se habían desviado y el agua corría por el suelo. Esto ayudaba a apagar el fuego que ardía en las puertas de la catedral, aunque las llamas tenían más poder y se elevaban lamiendo las paredes de piedra. Las campanas, en lo alto, habían dejado de tocar su melodía.

Justo allí, en el campanario, Don Álvaro descubrió la causa de aquel desastre. Una bestia enorme y alada se enroscaba en la torre.

—¡Ay! Es el dragón de la fachada —gritó asustada Verónica, presa del pánico—. Ha cobrado vida.

—No os preocupéis, princesa —dijo el joven caballero, desenvainando la espada que llevaba a la cintura y situándose frente a la enorme puerta de la catedral—. Yo os protegeré a vos y a vuestra bella ciudad.

Armándose de valor, Don Álvaro alzó la espada y se dirigió al dragón, que lo miraba desde arriba con curiosidad.

—¡Enfrentaos a mí, bestia inmunda! —gritó—. ¡Veamos quién es más fuerte!

La criatura, enardecida por el comentario, alzó el vuelo y se lanzó sobre él, abriendo las fauces y dejando salir una llamarada.

Don Álvaro, viendo que no podría evitar las llamas, se lanzó hacia la fuente, quedando cubierto por el chorro de agua, que lo empapó segundos antes de que el fuego lo alcanzara. Notó el calor y cómo el agua se evaporaba a su alrededor, pero la llamarada cesó enseguida y él estaba intacto, aunque calado hasta los huesos.

El dragón se posó en el suelo, entre el caballero y el palacio real. Entonces ambos se enzarzaron en un trepidante duelo. Hombre y bestia se enfrentaban en un torbellino de garras, colmillos, fuego y acero, mientras la princesa gritaba palabras de ánimo y aliento al joven.

Don Álvaro esquivaba ágilmente los ataques de la criatura mientras trataba de clavar su espada entre las escamas que, hasta hacía poco, habían sido de piedra. El dragón, por su parte, intentaba carbonizar a su contrincante o atraparlo entre las fauces.

La batalla se alargó y ambos enemigos se desplazaron por la plaza e incluso las calles circundantes. En un intento de acorralar a la bestia, Don Álvaro subía y bajaba de escaleras, se refugiaba tras arcos que quedaban destrozados al poco o trepaba a tejados para saltar sobre el lomo del dragón.

Tras lo que parecieron horas, el valiente joven, agotado pero victorioso, logró incrustar su espada en el pecho del temible adversario. El dragón quedó petrificado en su agonizante postura. Instantes después, se desintegró en una nube de polvo de piedra.

—¡Lo has conseguido! —exclamó la princesa, dando brincos de alegría y corriendo hacia él.

El caballero, agotado, miró a su alrededor. El caos y la destrucción habían arrasado gran parte de la plaza y los edificios de alrededor. Las llamas seguían devorando la fachada del templo.

—Hay que apagar ese fuego —dijo la princesa cuando, tras llegar a su lado y comprobar que milagrosamente el joven parecía estar bien, siguió su mirada.

Sin más dilación, y dejando a Don Álvaro atrás, Verónica se acercó a la fuente y cogió un cubo que le trajo un guardia, después empezó a llenarlo de agua. Pronto se le unieron los demás soldados y otros ciudadanos, formando una cadena humana para llevar el agua hasta las llamas e irlas extinguiendo poco a poco.

El joven no tardó en unirse al esfuerzo común. Aparecieron más cubos y el agua circulaba veloz de un lado para otro, derramándose en su camino y empapando a todo el mundo. Cuando por fin lograron apagar el fuego, Don Álvaro volvía a estar calado hasta los huesos.

—¡Álvaro! —escucha una voz que lo llama—. ¡Álvaro!

Alarmado, Don Álvaro se vuelve, y allí, fuera de los muros de la ciudad, ve a su madre llamándole y haciéndole gestos.

—Es hora de ir a casa, cariño.

Con el ceño fruncido, el caballero sale de la ciudad y llega junto a su madre.

—¡Dios mío! ¡Estás calado! —exclama la mujer—. ¿Se puede saber qué has estado haciendo?

Pero el chico no le responde. Echa a andar junto a ella mientras mira hacia atrás.

Allí queda su ciudad encantada, llena de misterios, princesas y dragones. Pero ya no hay una ciudad. Al atravesar por última vez las murallas de piedra, estas se han convertido en una valla de listones de colores.

Los edificios, torres y palacios no son más que casetillas de madera conectadas por escaleras que suben y bajan. El campanario de la catedral vuelve a ser la cúspide de una pequeña pirámide de cuerdas rojas que apenas levanta dos metros de un suelo acolchado. Las escaleras y tejados por los que había trepado en su lucha con el dragón, y que habían quedado destrozados, vuelven a ser columpios y toboganes maltratados por el tiempo. La pareja de caballos con la que compitió en su alocada carrera con la princesa, no es más que un balancín en el que ahora juegan dos niños. Lo único que sigue ahí, real, es la fuente, aunque se trata de una pequeña de agua potable.

Mientras se aleja del parque junto a su madre, alguien lo saluda desde el otro lado de la valla. Una niña con un vestidito azul y un niño algo mayor con el dibujo de un dragón en la camiseta. Verónica y su hermano Víctor. Tras ellos, otros niños siguen jugando en su ciudad imaginaria.

El parque infantil queda atrás, mientras que Álvaro se pregunta en qué se convertirá la próxima vez. ¿Un barco pirata que navega por las aguas del Caribe? ¿Una nave espacial surcando el espacio entre las estrellas? ¿Un bosque hechizado habitado por brujas y ogros?



La aventura de Don Álvaro de Rioalto y la ciudad de las murallas de colores - CC by-nc-nd 4.0 - Ana Victoria Gutiérrez Sánchez

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